Nos
hemos acostumbrado a vernos sesgados, a medias, lo que nos obliga a interpretar
el lenguaje gestual a través de la mirada. Tanto es así que nos resulta extraño
vernos sin mascarilla, como si la boca se hubiese reducido, crecido la nariz o
la mandíbula estuviera más afilada. Lo extraordinario es que nos contemplemos
con el rostro completo, como si viviéramos un carnaval constante.
Más
allá de la estética, lo que disminuye con la mascarilla es la capacidad de comunicación.
La boca tiene muchas funciones, pero la asociamos, sobre todo, con un gesto
universal y muy necesario: la
sonrisa. La misma que,
tal vez sea nuestra mejor tarjeta de visita; denota nuestro estado de ánimo y
nos sirve para trasmitir múltiples sentimientos y sensaciones, es parte de
nosotros y nos representa ante los demás.
Para
la historia quedará éste como un tiempo de dificultades, por lo tanto también
de oportunidades; donde nos refugiábamos tras una mascarilla, una tela que
modificaba y ocultaba nuestros gestos, dejando espacio a la imaginación e
interpretación. La boca, la que nos proporciona placer a través del gusto, el
beso, la sonrisa … A veces ensombrecida por la mirada, es la sacrificada en la
comunicación durante este tiempo.
La
vida es un asunto serio, por eso necesitamos volar alto y sonreír, especialmente con
la mirada.